Es verdad que las nuevas
generaciones pueden construir a partir de los conocimientos y experiencias de
quienes les han precedido, así como aprovecharse del tesoro moral de toda la
humanidad. Pero también pueden rechazarlo, ya que éste no puede tener la misma
evidencia que los inventos materiales. El tesoro moral de la humanidad no está
disponible como lo están en cambio los instrumentos que se usan; existe como
invitación a la libertad y como posibilidad para ella. Pero esto significa que:
a) El recto estado de las cosas humanas, el bienestar moral
del mundo, nunca puede garantizarse solamente a través de estructuras, por muy
válidas que éstas sean. Dichas estructuras no sólo son importantes, sino
necesarias; sin embargo, no pueden ni deben dejar al margen la libertad del
hombre. Incluso las mejores estructuras funcionan únicamente cuando en una
comunidad existen unas convicciones vivas capaces de motivar a los hombres para
una adhesión libre al ordenamiento comunitario. La libertad necesita una
convicción; una convicción no existe por sí misma, sino que ha de ser
conquistada comunitariamente siempre de nuevo.
b) Puesto que el hombre sigue siendo siempre libre y su
libertad es también siempre frágil, nunca existirá en este mundo el reino del
bien definitivamente consolidado. Quien promete el mundo mejor que duraría
irrevocablemente para siempre, hace una falsa promesa, pues ignora la libertad
humana. La libertad debe ser conquistada para el bien una y otra vez. La libre
adhesión al bien nunca existe simplemente por sí misma. Si hubiera estructuras que
establecieran de manera definitiva una determinada –buena– condición del mundo,
se negaría la libertad del hombre, y por eso, a fin de cuentas, en modo alguno
serían estructuras buenas. (Spe Salvi, 24)
Una consecuencia de lo
dicho es que la búsqueda, siempre nueva y fatigosa, de rectos ordenamientos
para las realidades humanas es una tarea de cada generación; nunca es una tarea
que se pueda dar simplemente por concluida. No obstante, cada generación tiene
que ofrecer también su propia aportación para establecer ordenamientos
convincentes de libertad y de bien, que ayuden a la generación sucesiva, como
orientación al recto uso de la libertad humana y den también así, siempre
dentro de los límites humanos, una cierta garantía también para el futuro. Con otras
palabras: las buenas estructuras ayudan, pero por sí solas no bastan. El hombre
nunca puede ser redimido solamente desde el exterior. Francis Bacon y los
seguidores de la corriente de pensamiento de la edad moderna inspirada en él,
se equivocaban al considerar que el hombre sería redimido por medio de la
ciencia. Con semejante expectativa se pide demasiado a la ciencia; esta especie
de esperanza es falaz. La ciencia puede contribuir mucho a la humanización del
mundo y de la humanidad. Pero también puede destruir al hombre y al mundo si no
está orientada por fuerzas externas a ella misma. Por otra parte, debemos
constatar también que el cristianismo moderno, ante los éxitos de la ciencia en
la progresiva estructuración del mundo, se ha concentrado en gran parte sólo
sobre el individuo y su salvación. Con esto ha reducido el horizonte de su
esperanza y no ha reconocido tampoco suficientemente la grandeza de su
cometido, si bien es importante lo que ha seguido haciendo para la formación
del hombre y la atención de los débiles y de los que sufren.(Spe Salvi, 25)
No es la ciencia la que redime al hombre. El
hombre es redimido por el amor. Eso es válido incluso en el ámbito puramente
intramundano. Cuando uno experimenta un gran amor en su vida, se trata de un momento
de « redención » que da un nuevo sentido a su existencia. Pero muy pronto se da
cuenta también de que el amor que se le ha dado, por sí solo, no soluciona el
problema de su vida. Es un amor frágil. Puede ser destruido por la muerte. El
ser humano necesita un amor incondicionado. Necesita esa certeza que le hace
decir: « Ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni
futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá
apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro » (Rm 8,38-39).
Si existe este amor absoluto con su certeza absoluta, entonces –sólo entonces–
el hombre es « redimido », suceda lo que suceda en su caso particular. Esto es
lo que se ha de entender cuando decimos que Jesucristo nos ha « redimido ». Por
medio de Él estamos seguros de Dios, de un Dios que no es una lejana « causa
primera » del mundo, porque su Hijo unigénito se ha hecho hombre y cada uno
puede decir de Él: « Vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse
por mí » (Ga 2,20). (Spe Salvi,26)
(Benedicto XVI de la Carta Enciclica sobre la esperanza cristiana)
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