“Todos
estos días, entre el Domingo de Pascua y el segundo domingo después de Pascua, in
albis, constituyen en cierto sentido el único día. La liturgia se concentra
sobre un acontecimiento, sobre el único misterio. “Ha resucitado, no está aquí”
(Mc 16, 6) Cumplió la Pascua. Reveló el significado del Paso.
Confirmó la verdad de sus palabras. Dijo la última palabra de su mensaje:
mensaje de la Buena Nueva, del Evangelio. Dios mismo que es Padre, esto es,
Dador de la Vida, Dios mismo no quiere la muerte (cf. Ez 18,
23. 32), y “creó todas las cosas para la existencia” (Sab 1, 14),
ha manifestado hasta el fondo, en Él y por Él, su amor. El amor quiere decir
vida.
Su
resurrección es el testimonio definitivo de la Vida, esto es, del Amor.
“La
muerte y la vida entablaron singular batalla. El Señor de la vida, muerto,
reina vivo” (Secuencia).
“Este
es el día que hizo el Señor” (Sal 117 [118], 24): “más sublime que
todos, más luminoso que los demás, en el que el Señor resucitó, en el que
conquistó para Sí un pueblo nuevo... mediante el espíritu de regeneración, en
el que ha llenado de gozo y exultación las almas de todos” (San Agustín, Sermo 168, in
Pascha X, 1; PL 39, 2070).
Este
único día corresponde, en cierto modo, a todos los siete días de que habla el
libro del Génesis, y que eran los días de la creación (cf. Gén 1-2).
Por esto los celebramos todos en este único día. En estos días, durante la
octava, celebramos el misterio de la nueva creación. Este misterio se expresa
en la persona de Cristo resucitado. El mismo es ya este misterio y constituye
para nosotros su anuncio, la invitación a él. La levadura. En virtud de esta
invitación y de esta levadura somos todos en Jesucristo la “nueva
creatura”.
“Así,
pues, festejémosla, no con la vieja levadura..., sino con los ácimos de la
pureza y la verdad” (1 Cor 5, 8).
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