Este pasaje evangélico enseña claramente que el
perdón cristiano no es sinónimo de simple tolerancia, sino que implica algo más
arduo. No significa olvidar el mal, o peor todavía, negarlo. Dios no perdona el
mal, sino a la persona, y enseña a distinguir el acto malo, que como tal hay
que condenar, de la persona que lo ha cometido, a la que le ofrece la
posibilidad de cambiar. Mientras que el hombre tiende a identificar al pecador
con su pecado, cerrándole así toda vía de salida, el Padre celestial, en
cambio, envió a su Hijo al mundo para ofrecer a todos un camino de salvación.
Cristo es este camino: muriendo en la cruz, nos ha redimido de nuestros
pecados.
A los hombres y mujeres de todas las épocas,
Jesús les repite: yo no te condeno; anda, y en adelante no peques más
(cf. Jn 8, 11).
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