“Desde los primerísimos días Juan Pablo II dejó en claro con sus colaboradores cual seria el estilo de su pontificado. Y lo demostró bien pronto al responder afirmativamente a la propuesta del episcopado latinoamericano de participar en la Conferencia de Puebla, que se realizaría en enero de 1979 en México. La Curia romana no vio con buenos ojos este viaje y alertó al Pontífice sobre los riesgos que implicaba, en una nación donde la fe religiosa no podía ser expresada públicamente. Después de haber escuchado varias opiniones Wojtyla descarto cualquier objeción: «No tengo una Secretaria de Estado para que me diga cuales son los problemas, sino para resolverlos » Y la visita pastoral se realizó y fue un enorme éxito.
Más conflictivo fue el viaje a Chile en 1987, desde el 1973 bajo la dictadura de Augusto Pinochet. Juan Pablo II puso como condición sine qua non poder encontrarse con todos, también con los grupos políticos que se oponían al régimen. Sin embargo ocurrió algo que ensombreció todo el viaje. Fue cuando, desde le Palacio presidencial de Santiago, el Papa y Pinochet aparecieron uno al lado del otro para saludar a la multitud. Los testimonios oculares aseguraron que aquella aparición no estaba prevista en el programa y que se trato de una artimaña del dictador, quien pasando junto con Wojtyla por un pasillo desde donde se veía la gente que había afuera, de improviso le invito a acercarse y bendecir a los fieles. El Papa no se echo atrás, pero después en privado no dudo en decirle al dictador lo que le pareció oportuno.
La historia demostró la influencia de aquella conversación en los hechos. Poco tiempo después, le contaba el Papa a un amigo, «me llego una carta de Pinochet en la cual me decía que como católico había escuchado mis palabras, las había acogido y decidido iniciar el proceso para cambiar el rumbo del país» Y en efecto, las elecciones prometidas para 1988 tuvieron lugar: Pinochet debio afrontar su propia derrota y en 1990 renunció a la presidencia. Wojtyla comentaba este episodio diciendo que es necesario encontrarse con todos, sin excluir a nadie, pero que hay que hacerlo con la humildad y la fuerza que emanan del Evangelio.
El viaje a Nicaragua, en marzo de 1983, fue probablemente el más riesgoso. Entonces el movimiento comunista de los sandinistas en el poder, y una parte del clero, en el marco de la doctrina de la teología de la liberación, estaban alineados con los revolucionarios a favor de una Iglesia popular, en contraposición a la Iglesia jerárquica. Puesto en conocimiento de las dificultades, Juan Pablo II fue claro: «Debemos ir, aunque no sea un gran éxito. Esta iglesia tiene necesidad de ser fortalecida justamente ahora que vive momentos tan críticos. Esperemos que vengan tiempos mejores y que el Papa sea mejor recibido, pero debo ir precisamente ahora»
Los responsables de la seguridad vaticana, después de una cuidadosa investigación, declararon que existía una grave amenaza por la vida del Santo Padre y de las personas que lo acompañaban y decidieron que todos debían llevar debajo de la sotana un chaleco antibala. Cuando Juan Pablo II fue informado de este proceder se limito a decir. «Si alguien del séquito quisiera llevar chaleco, que no venga conmigo en esta visita. Estamos en manos de Dios y estaremos protegidos por el.» Además, con la fina ironía que lo caracterizaba, el Papa había respondido así al cardenal francés Albert Decourtray, cuando le recordara el infausto presagio de Nostradamus referido al viaje a Lyon en 1986: «Le aseguro eminencia, que ningún lugar es mas peligroso que la plaza San Pedro» ”
Más conflictivo fue el viaje a Chile en 1987, desde el 1973 bajo la dictadura de Augusto Pinochet. Juan Pablo II puso como condición sine qua non poder encontrarse con todos, también con los grupos políticos que se oponían al régimen. Sin embargo ocurrió algo que ensombreció todo el viaje. Fue cuando, desde le Palacio presidencial de Santiago, el Papa y Pinochet aparecieron uno al lado del otro para saludar a la multitud. Los testimonios oculares aseguraron que aquella aparición no estaba prevista en el programa y que se trato de una artimaña del dictador, quien pasando junto con Wojtyla por un pasillo desde donde se veía la gente que había afuera, de improviso le invito a acercarse y bendecir a los fieles. El Papa no se echo atrás, pero después en privado no dudo en decirle al dictador lo que le pareció oportuno.
La historia demostró la influencia de aquella conversación en los hechos. Poco tiempo después, le contaba el Papa a un amigo, «me llego una carta de Pinochet en la cual me decía que como católico había escuchado mis palabras, las había acogido y decidido iniciar el proceso para cambiar el rumbo del país» Y en efecto, las elecciones prometidas para 1988 tuvieron lugar: Pinochet debio afrontar su propia derrota y en 1990 renunció a la presidencia. Wojtyla comentaba este episodio diciendo que es necesario encontrarse con todos, sin excluir a nadie, pero que hay que hacerlo con la humildad y la fuerza que emanan del Evangelio.
El viaje a Nicaragua, en marzo de 1983, fue probablemente el más riesgoso. Entonces el movimiento comunista de los sandinistas en el poder, y una parte del clero, en el marco de la doctrina de la teología de la liberación, estaban alineados con los revolucionarios a favor de una Iglesia popular, en contraposición a la Iglesia jerárquica. Puesto en conocimiento de las dificultades, Juan Pablo II fue claro: «Debemos ir, aunque no sea un gran éxito. Esta iglesia tiene necesidad de ser fortalecida justamente ahora que vive momentos tan críticos. Esperemos que vengan tiempos mejores y que el Papa sea mejor recibido, pero debo ir precisamente ahora»
Los responsables de la seguridad vaticana, después de una cuidadosa investigación, declararon que existía una grave amenaza por la vida del Santo Padre y de las personas que lo acompañaban y decidieron que todos debían llevar debajo de la sotana un chaleco antibala. Cuando Juan Pablo II fue informado de este proceder se limito a decir. «Si alguien del séquito quisiera llevar chaleco, que no venga conmigo en esta visita. Estamos en manos de Dios y estaremos protegidos por el.» Además, con la fina ironía que lo caracterizaba, el Papa había respondido así al cardenal francés Albert Decourtray, cuando le recordara el infausto presagio de Nostradamus referido al viaje a Lyon en 1986: «Le aseguro eminencia, que ningún lugar es mas peligroso que la plaza San Pedro» ”
(del capítulo 2 “El Papa” de Perché es santo – Mons. Slawomir Oder con Saverio Gaeta)
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