“Por una serie de extrañas coincidencias, mantuve con ella
diversos encuentros, largas conversaciones, viajes en coche. Puedo decir que
tenía por ella un afecto profundo, y ella me demostraba una benevolencia tal
que yo juzgaba amistad, y mi superficial vanidad me empujó a veces a
aprovecharme de ella, pidiendo incluso favores que ya desde el principio yo
mismo consideraba “imposibles”. Y sin embargo, en su infinita bondad, la Madre
encontraba siempre la forma de contentarme.
Increíble. Estoy
seguro de que todos aquellos que se han acercado a Madre Teresa han constatado
esta amorosa disponibilidad suya. Era ciertamente una gran santa pero al mismo
tiempo una mujer de una sensibilidad humana tan deliciosa, de una bondad de ánimo
tan grande, que se sentía triste si no conseguía contentar a quien le pedía
algo….. No le gustaba mucho hablar. Pero cuando lo hacía, era extremadamente
fascinante, con ese modo suyo esencial e incisivo de exponer sus pensamientos.
Hablaba preferiblemente a través de imágenes. Sus razonamientos eran una
secuencia de hechos que llevaban a una conclusión inevitable….
Cuando estaba en
Roma, y le pedía verla, me citaba en el pequeño convento del Celio, donde está
la Casa madre de las monjas fundadas por ella, las Misioneras de la Caridad.
Decía: “Le espero mañana por la mañana a las cinco y media”. A esa hora, en el
pequeño convento, estaba la Misa reservada a las monjas y la Madre deseaba que,
antes de hablar conmigo, nos encontrásemos unidos en la oración. Llegaba
puntual y encontraba, en la puertecita del convento, una hermana que me
esperaba y me acompañaba a la capillita. Seguía la Misa junto a la Madre, que
estaba arrodillada en el suelo, en el fondo de la capillita. Para mí, en
cambio, hacía preparar un reclinatorio cómodo y también una silla. Desde mi
sitio podía observar a todas las hermanas y también a la Madre, que no hacía
precisamente nada especial. Estaba acurrucada sobre sí misma, casi formando una
bola, y estaba concentrada en la oración silenciosa como si yo no existiese.
Pero precisamente desde aquella postura de anulación incluso física, transmitía
una potente energía e infinitas consideraciones que largas conversaciones no
habrían sido capaces de sugerir.
Después de la Misa,
la hermana que me había acogido me acompañaba a un cuartito del convento,
adonde de modo infalible, poco después, llegaba la Madre con una bandeja para
el desayuno. Madre Teresa me servía el desayuno. No permitía que lo hiciera una
de sus monjas, quizás aquella que me había acogido a la puerta del convento.
Quería hacerlo ella. La primera vez yo estaba confuso e intenté impedírselo,
diciendo que no tenía hambre, que por la mañana no comía nunca. Pero ella
intuyó mi turbación y no hubo forma de detenerla. Me servía con un conmovedor
amor maternal. Café, leche, mermelada, tostadas. Se preocupaba de que comiese.
Y aquellas atenciones suyas hablaban más que las entrevistas. Después,
terminado el desayuno, me concedía su tiempo. Yo tomaba mis apuntes con las
preguntas, encendía la grabadora y ella respondía….
Cuando pienso en
Madre Teresa, la imagen que se me viene en seguida a la mente es a ella en
oración. La primera vez que viajé en coche con ella, tuve el honor de sentarme
a su lado. Debíamos trasladarnos desde la vía Casilina, en la periferia de
Roma, donde hay una casa de las Misioneras de la caridad, al Vaticano, donde la
Madre iba a ser recibida por el Papa…...
El coche partió con
gran velocidad porque teníamos prisa, llegábamos tarde. No se podía en absoluto
hacer esperar al Papa. Madre Teresa miraba desde la ventanilla. Su rostro
estaba sereno. Después de un momento, la Madre nos pidió que rezáramos con
ella. Se hizo el signo de la cruz, de un bolsillo de su sari sacó un rosario.
Oraba en voz baja, con voz sumisa, recitando el Padrenuestro y las Avemaría en
latín. Nosotros rezábamos con ella. El coche aceleraba
nervioso en el tráfico caótico e intenso. A veces frenaba bruscamente, daba
volantazos, arrancaba imperioso, agarraba las curvas de forma temeraria, era
abordado por otros coches, impacientes y agresivos, que lanzaban amenazas con
penetrantes golpes de cláxon. Yo estaba agarrado al manillar y miraba con
preocupación al conductor, muy bueno pero imprudente. Madre Teresa, en cambio,
estaba absorta en la oración, y no se daba cuenta de nada. Acurrucada en su
asiento, estaba hablando con Dios. Tenía los ojos semicerrados. El rostro
arrugado, doblado sobre el pecho, estaba transfigurado. Parecía casi que
emanara luz. Las palabras de la oración salían de sus labios, precisas, claras,
lentas, casi como si se detuviera a saborear el significado de cada una de
ellas. No tenían la cadencia de una fórmula continuamente repetida, sino la
frescura del diálogo, de una conversación viva, apasionada. Parecía que la
Madre hablara realmente con una presencia invisible.
Un día le pregunté,
de repente: “¿Tiene miedo de morir?” Estaba en Roma desde hacía algunos días.
La había visto un par de veces y había ido a saludarla porque volvía a Milán.
Ella me miró como si quisiera entender la razón de mi pregunta. Creí que había
hecho mal en hablar de la muerte e intenté corregir el tiro. “La veo
descansada”, dije. “Ayer, en cambio, me parecía muy cansada”. “He descansado
bien esta noche”, respondió. “En los últimos años usted ha sufrido
intervenciones quirúrgicas muy delicadas, como la del corazón: debería
cuidarse, viajar menos”. “Me lo dicen todos, pero yo tengo que pensar en la
obra que Jesús me ha confiado. Cuando ya no sirva más, será Él quien me
detenga”. Y cambiando de
tema, me preguntó: “¿Dónde vive?”. “En Milán”, respondí. “¿Cuándo vuelve a
casa?”. “Espero que esta misma noche. Quisiera tomar el último avión, así
mañana, que es sábado, puedo estar en familia”. “Ah, veo que usted es feliz de
volver a casa, con su familia”, dijo ella sonriendo. “Llevo fuera casi una
semana”, respondí para justificar mi entusiasmo”. “Bien, bien”, añadió. “Es
lógico que usted esté contento. Va a encontrar a su mujer, a sus niños, a sus
seres queridos, su casa. Es justo que sea así”. Permaneció aún unos
momentos en silencio, y después, volviendo a la pregunta que le había hecho,
prosiguió: “Yo estaría contenta como usted si pudiese decir que me muero esta
noche. Muriendo me iría a casa yo también. Iría al paraíso. Iría a ver a Jesús.
Yo he consagrado mi vida a Jesús. Convirtiéndome en monja, me he convertido en
la esposa de Jesús. Todo lo que hago aquí, en la tierra, lo hago por amor a él.
Por tanto, al morir, volvería a casa. Donde mi esposo. Además, allí, en el
paraíso, encontraría también a todos mis seres queridos. Miles de personas han
muerto entre mis brazos. Son ya más de cuarenta años que dedico mi vida a los
enfermos y a los moribundos. Yo y mis hermanas hemos recogido por las calles,
sobre todo en la India, miles y miles de personas agonizantes. Las hemos
llevado a nuestras casas y las hemos ayudado a morir serenas. Muchas de esas
personas han expirado entre mis brazos, mientras yo les sonreía y acariciaba
sus rostros temblorosos. Por eso, cuando muera, encontraré a todas estas
personas. Están allí y me esperan. Nos quisimos en esos momentos difíciles.
Hemos seguido queriéndonos en el recuerdo. Quién sabe qué fiesta me harán al
verme. ¿Cómo puedo tener miedo a la muerte? Yo la deseo, la espero porque me
permitirá finalmente volver a casa”.
En general, en las
entrevistas, y también en las conversaciones, Madre Teresa era concisa, daba
respuestas breves y veloces. En aquella ocasión, para responder a aquella
extraña pregunta mía, había afrontado un auténtico discurso. Y mientras decía
esas cosas, sus ojos brillaban con una serenidad y una felicidad sorprendentes.
[Traducción
del italiano por Inma Álvarez]
(Invito leer completo en Zenit)
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