En mi primer viaje a Polonia fueron tantos los momentos, lugares y vivencias relacionados con la vida de Karol Wojtyla que se fueron atesorando en mi mente, que quizás no tome conciencia cabal de la importancia de ese pequeño espacio sagrado de la capilla-cripta San Leonardo en la catedral de Wawel, donde el novel sacerdote Karol celebró sus tres primeras misas – allí donde casi toda la historia de su Nación “ha sido inscripta en el misterio de la Cruz y de la resurrección de Cristo” .
Fue recién durante mi segunda visita que me vi envuelta por una emoción mucho más profunda quizás porque en cierta manera comenzaba a vislumbrar el misterio, la gracia y el don que esa celebración única - por ser la primera - y sagrada como lo son todas, significó para Karol Wojtyla, su amada patria, la Iglesia toda y el mundo entero.
Hoy que conmemoramos otro aniversario de esa Primer Misa de quien seria nuestro amado Juan Pablo II invito leer mi entrada anterior y me permito citar una porción del texto de su última carta a los sacerdotes para el Jueves Santo 2005 dada a conocer desde el Policlínico Gemelli:
“Una existencia «consagrada» . «Mysterium fidei!». Con esta exclamación el sacerdote manifiesta, después de la consagración del pan y el vino, el estupor siempre nuevo por el prodigio extraordinario que ha tenido lugar entre sus manos. Un prodigio que sólo los ojos de la fe pueden percibir. Los elementos naturales no pierden sus características externas, ya que las especies siguen siendo las del pan y del vino; pero su sustancia, por el poder de la palabra de Cristo y la acción del Espíritu Santo, se convierte en la sustancia del cuerpo y la sangre de Cristo. Por eso, sobre el altar está presente «verdadera, real, sustancialmente» Cristo muerto y resucitado en toda su humanidad y divinidad. Así pues, es una realidad eminentemente sagrada. Por este motivo la Iglesia trata este Misterio con suma reverencia, y vigila atentamente para que se observen las normas litúrgicas, establecidas para tutelar la santidad de un Sacramento tan grande.
Nosotros, sacerdotes, somos los celebrantes, pero también los custodios de este sacrosanto Misterio. De nuestra relación con la Eucaristía se desprende también, en su sentido más exigente, la condición « sagrada » de nuestra vida. Una condición que se ha de reflejar en todo nuestro modo de ser, pero ante todo en el modo mismo de celebrar. Una existencia orientada a Cristo”
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