“Quisiera
recordar hoy, queridos hermanos y hermanas, ante todo, las palabras que, según
la antigua tradición, san Francisco pronunció justamente aquí ante todo el
pueblo y los obispos: «Quiero enviaros a todos al paraíso». ¿Qué cosa más
hermosa podía pedir el Poverello de Asís, sino el don de la salvación, de la
vida eterna con Dios y de la alegría sin fin, que Jesús obtuvo para nosotros
con su muerte y resurrección?
El
paraíso, después de todo, ¿qué es sino el misterio de amor que nos une por
siempre con Dios para contemplarlo sin fin? La Iglesia profesa desde siempre
esta fe cuando dice creer en la comunión de los santos. Jamás estamos solos
cuando vivimos la fe; nos hacen compañía los santos y los beatos, y también las
personas queridas que han vivido con sencillez y alegría la fe, y la han
testimoniado con su vida. Hay un nexo invisible, pero no por eso menos real,
que nos hace ser «un solo cuerpo», en virtud del único Bautismo recibido,
animados por «un solo Espíritu» (cf. Ef 4,4).
Quizás san Francisco, cuando pedía al Papa Honorio III la gracia de la
indulgencia para quienes venían a la Porciúncula, pensaba en estas palabras de
Jesús a sus discípulos: «En la casa de mi Padre hay muchas estancias; si no
fuera así, ¿os habría dicho que voy a prepararos sitio? Cuando vaya y os
prepare sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo, estéis
también vosotros» (Jn 14,2-3).
La
vía maestra es ciertamente la del perdón, que se debe recorrer para lograr ese
puesto en el paraíso. Es difícil perdonar. Cuanto nos cuesta perdonar a los
demás. Pensémoslo un momento. Y aquí, en la Porciúncula, todo habla de perdón.
Qué gran regalo nos ha hecho el Señor enseñándonos a perdonar – o, al menos,
tener la voluntad de perdonar – para experimentar en carne propia la
misericordia del Padre. Hemos escuchado la parábola con la que Jesús nos enseña
a perdonar (cf. Mt 18,21-35).
¿Por qué debemos perdonar a una persona que nos ha hecho mal? Porque nosotros
somos los primeros que hemos sido perdonados, e infinitamente más. No hay
ninguno entre nosotros, que no ha sido perdonado. Piense cada uno… pensemos en
silencio las cosas malas que hemos hecho y como el Señor nos ha perdonado. La parábola
nos dice justamente esto: como Dios nos perdona, así también nosotros debemos
perdonar a quien nos hace mal. Es la caricia del perdón. El corazón que
perdona. El corazón que perdona acaricia. Tal lejos de aquel gesto: «me lo
pagaras». El perdón es otra cosa. Exactamente como en la oración que Jesús nos
enseñó, el Padre Nuestro, cuando decimos: «Perdona nuestros pecados como
también nosotros perdonamos a todo el que nos debe algo» (Mt 6,12).
Las deudas son nuestros pecados ante Dios, y nuestros deudores son aquellos que
nosotros debemos perdonar.”
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