En esta cita tomada
del capítulo XXX “Un Evangelio para hacerse hombre” del Libro Cruzando el Umbral de la Esperanza el Papa
Juan Pablo II le comenta a Vittorio Messori sobre sus reflexiones acerca de la
persona y la acción y el despertar de su interés por el hombre como persona. Resalta a
su vez que su interés es en primer lugar pastoral y la singular y vital importancia de la gratuidad del don
("esforzarse por ser un don para los demás" !):
“Cuando
escribí el ensayo Acción y persona, los primeros que lo advirtieron, obviamente
para oponerse a él, fueron los marxistas; en su polémica con la religión y con
la Iglesia constituía un elemento incómodo. Pero,
llegado a este punto, debo decir que mi atención a la persona y a la acción
no nació en absoluto en el terreno de la polémica con el marxismo o, por
lo menos, no nació en función de esa polémica. El interés por el hombre como
persona estaba presente en mi desde hacía mucho tiempo. Quizá dependía
también del hecho de que no había tenido nunca una especial predilección
por las ciencias naturales. Siempre me ha apasionado más el hombre;
mientras estudiaba en la Facultad de Letras, me interesaba por él en
cuanto artífice de la lengua y en cuanto objeto de la literatura; luego, cuando
descubrí la vocación sacerdotal, comencé a ocuparme de él como tema
central de la actividad pastoral.
Estábamos
ya en la posguerra, y la polémica con el marxismo estaba en su apogeo.
En aquellos años, lo más importante para mí se había convertido en los
jóvenes, que me planteaban no tanto cuestiones sobre la existencia de Dios,
como preguntas concretas sobre cómo vivir, sobre el modo de afrontar y
resolver los problemas del amor y del matrimonio, además de los relacionados
con el mundo del trabajo. Le he contado ya cómo aquellos jóvenes
del período siguiente a la ocupación alemana quedaron profundamente
grabados en mi memoria; con sus dudas y sus preguntas, en
cierto sentido me señalaron el camino también a mí. De nuestra relación, de
la participación en los problemas de su vida nació un estudio, cuyo contenido
resumí en el libro titulado Amor y responsabilidad. El
ensayo sobre la persona y la acción vino luego; pero también nació de la misma
fuente. Era en cierto modo inevitable que llegase a ese tema, desde el
momento en que había entrado en el campo de los interrogantes sobre la existencia
humana; y no solamente del hombre de nuestro tiempo, sino del hombre
de todo tiempo. La cuestión sobre el bien y el mal no abandona
nunca
al hombre, como lo testimonia el joven del Evangelio, que pregunta a Jesús:
«¿Qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?» (Marcos 10,17).
Por
tanto, el origen de mis estudios centrados en el hombre, en la persona humana,
es en primer lugar pastoral. Y es desde el ángulo de lo pastoral cómo,
en Amor y responsabilidad, formulé el concepto de norma personalista. Tal
norma es la tentativa de traducir el mandamiento del amor al
lenguaje de la ética filosóflca. La persona es un ser para el que la única dimensión
adecuada es el amor. Somos justos en lo que afecta a una persona
cuando la amamos: esto vale para Dios y vale para el hombre. El amor
por una persona excluye que se la pueda tratar como un objeto de disfrute.
Esta norma está ya presente en la ética kantiana, y constituye el contenido
del llamado segundo imperativo. No obstante, este imperativo
tiene
un carácter negativo y no agota todo el contenido del mandamiento del
amor. Si Kant subraya con tanta fuerza que la persona no puede ser tratada
como objeto de goce, lo hace para oponerse al utilitarismo
anglosajón
y, desde ese punto de vista, puede haber alcanzado su pretensión.
Sin embargo, Kant no ha interpretado de modo completo el mandamiento
del amor, que no se limita a excluir cualquier comportamiento que
reduzca la persona a mero objeto de placer, sino que exige más: exige
la
afirmación de la persona en si misma. La
verdadera interpretación personalista del mandamiento del amor se encuentra
en las palabras del Concilio: «El Señor Jesús, cuando reza al Padre
para que "todos sean una sola cosa" (Juan 17,21-22), poniéndonos ante
horizontes inaccesibles a la razón humana, ha insinuado que hay una cierta
semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos
de Dios en la verdad y en la caridad. Esta semejanza manifiesta cómo el
hombre -que en la tierra es la única criatura que Dios ha querido por sí misma
no puede encontrarse plenamente a sí misma si no es a través de un sincero
don de sí» (GS n. 24). Ésta puede decirse que es verdaderamente una
interpretación adecuada del mandamiento del amor. Sobre todo, queda formulado
con claridad el principio de afirmación de la persona por el simple hecho
de ser persona; ella, se dice, «es la única criatura en la tierra que Dios
ha querido por sí misma». Al mismo tiempo el texto conciliar subraya que
lo más esencial del amor es el «sincero don de sí mismo». En este sentido
la persona se realiza mediante el amor. Así
pues, estos dos aspectos -la afirmación de la persona por sí misma y el don
sincero de sí mismo- no sólo no se excluyen mutuamente, sino que se
confirman
y se integran de modo recíproco. El hombre se afirma a si mismo de
manera más completa dándose. Ésta es la plena realización del mandamiento
del amor. Ésta es también la plena verdad del hombre, una verdad
que Cristo nos ha enseñado con Su vida y que la tradición de la moral
cristiana -no menos que la tradición de los santos y de tantos héroes del
amor por el prójimo- ha recogido y testimoniado en el curso de la historia.
Si
privamos a la libertad humana de esta perspectiva, si el hombre no se esfuerza
por llegar a ser un don para los demás, entonces esta libertad puede
revelarse peligrosa. Se convertirá en una libertad de hacer lo que yo considero
bueno, lo que me procura un provecho o un placer, acaso un placer
sublimado. Si no se acepta la perspectiva del don de si mismo, subsistirá
siempre el peligro de una libertad egoísta. Peligro contra el que luchó
Kant; y en esta línea deben situarse también Max Scheller y todos los que,
después de él, han compartido la ética de los valores. Pero una expresión
completa de esto la encontramos sencillamente en el Evangelio. Por
eso en el Evangelio está también contenida una coherente declaración
de
todos los derechos del hombre, incluso de aquellos que por diversos motivos
pueden ser incómodos.
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