(En el Epílogo del
libro Memoria e identidad – Reflexiones personales, - “conversación”
que tuvo lugar en la residencia pontificia de Castel Gandolfo - participa también
el Secretario del Santo Padre entonces Arzobispo Stanislaw Dziwisz. La primera parte habla del atentado y las
consecuencias. En la segunda - si bien
relacionada con el atentado - Juan Pablo
II nos invita a reflexionar sobre el bien y el mal. (la traducción
al español es de Bogdan Piotrowski)
2da parte
Juan Pablo II: Vivo
constantemente convencido de que en todo lo que digo y hago en cumplimiento de
mi vocación y misión, de mi ministerio, hay algo que no sólo es iniciativa mía.
Sé que no soy el único en lo que hago como Sucesor de Pedro. Pensemos, por
ejemplo, en el sistema comunista. Ya he dicho precedentemente que su caída se
debió principalmente a los defectos de su doctrina económica. Pero quedarse
únicamente en los factores económicos sería una simplificación más bien
ingenua. Por otro lado, también sé que sería ridículo considerar al Papa
como el que derribó con sus manos el comunismo.
Pienso que la explicación se halla en el Evangelio. Cuando los primeros discípulos
enviados en misión vuelven a Cristo, dicen: «Hasta los demonios se nos someten
en tu nombre» (Lc 10, 17). Cristo les contesta: «No estéis alegres porque se os someten los
espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo»
(Lc 10, 20). Y en otra ocasión añade: «Decid: “Somos unos pobres siervos, hemos
hecho lo que teníamos que hacer”» (Lc 17, 10).
Siervos inútiles... La conciencia del «siervo inútil» crece en mí en
medio de
todo lo que ocurre a
mi alrededor, y pienso que me va bien así.
Volvamos al atentado:
creo que haya sido una de las últimas convulsiones de las ideologías de las
prepotencias surgidas en el siglo xx. El fascismo y el hitlerismo propugnaban
la imposición por la fuerza, al igual que el comunismo. Una imposición
similar se ha
desarrollado en Italia con las Brigadas Rojas, asesinando a personas inocentes
y honestas.
Al leer de nuevo hoy,
después de algunos años, la transcripción de las conversaciones grabadas
entonces, noto que las manifestaciones de los «años de plomo» se han atenuado
notablemente. No obstante, en este último período se han extendido en el mundo
las llamadas «redes del terror», que son una amenaza constante para millones de
inocentes. Se ha tenido una impresionante confirmación en la destrucción de las
Torres Gemelas de Nueva York (11 septiembre 2001), en el atentado en la Estación de Atocha en
Madrid (11 marzo 2004) y en la masacre de Beslan en Osetia (1-3 septiembre
2004). ¿Dónde nos llevarán estas nuevas erupciones de violencia? La caída del nazismo,
primero, y después de la
Unión Soviética , es la confirmación de una derrota. Ha
mostrado toda la insensatez de la violencia a gran escala, que había sido
teorizada y puesta en práctica por dichos sistemas. ¿Querrán los hombres tomar
nota de las dramáticas lecciones que la historia les ha dado? O,por el
contrario, ¿cederán ante las pasiones que anidan en el alma, dejándose llevar una
vez más por las insidias nefastas de la violencia?
El creyente sabe que
la presencia del mal está siempre acompañada por la presencia del bien, de la
gracia. San Pablo escribió: «No hay proporción entre la culpa y el don: si por
la culpa de uno murieron todos, mucho más, gracias a un solo hombre,
Jesucristo, la benevolencia y el don de Dios desbordaron sobre todos» (Rm 5,
15). Estas palabras siguen siendo actuales en nuestros días. La Redención continúa.
Donde crece el mal, crece también la esperanza del bien. En nuestros tiempos,
el mal ha crecido desmesuradamente, sirviéndose de los sistemas perversos que han
practicado a gran escala la violencia y la prepotencia. No me refiero ahora al
mal cometido individualmente por los hombres movidos por objetivos o motivos
personales. El del siglo xx no fue un mal en edición reducida, «artesanal», por
llamarlo así. Fue el mal en proporciones gigantescas, un mal que ha usado las estructuras
estatales mismas para llevar a cabo su funesto cometido, un mal erigido en
sistema. Pero, al mismo tiempo, la gracia de Dios se ha manifestado con riqueza
sobreabundante. No existe mal del que Dios no pueda obtener un bien más grande.
No hay sufrimiento que no sepa convertir en camino que conduce a Él. Al
ofrecerse libremente a la pasión y a la muerte en la Cruz , el Hijo de Dios asumió
todo el mal del pecado. El sufrimiento de Dios crucificado no es sólo una forma
de dolor entre otros, un dolor más o menos grande, sino un sufrimiento
incomparable. Cristo, padeciendo por todos nosotros, ha dado al sufrimiento un
nuevo sentido, lo ha introducido en una nueva dimensión, en otro orden: en el
orden del amor. Es verdad que el sufrimiento entra en la historia del hombre
con el pecado original. El pecado es ese «aguijón» (cf. 1 Co 15, 55-56) que
causa dolor e hiere a muerte la existencia humana. Pero la
pasión de Cristo en la cruz ha dado un sentido totalmente nuevo al sufrimiento
y lo ha transformado desde dentro. Ha introducido en la historia humana, que es
una historia de pecado, el sufrimiento sin culpa, el sufrimiento afrontado exclusivamente
por amor. Es el sufrimiento que abre la puerta a la esperanza de la liberación,
de la eliminación definitiva del «aguijón» que desgarra la humanidad. Es el
sufrimiento que destruye y consume el mal con el fuego del amor, y aprovecha
incluso el pecado
para múltiples brotes de bien.
Todo sufrimiento
humano, todo dolor, toda enfermedad, encierra en sí una promesa de liberación,
una promesa de la alegría: «Me alegro de sufrir por vosotros», escribe san
Pablo (Col 1, 24). Esto se refiere a todo sufrimiento causado por el mal, y es
válido también para el enorme mal social y político que estremece el mundo y lo
divide: el mal de las guerras, de la opresión de las personas y los pueblos; el
mal de la injusticia social, del desprecio de la dignidad humana, de la discriminación
racial y religiosa; el mal de la violencia, del terrorismo y de la carrera de armamentos. Todo
este sufrimiento existe en el mundo también para despertaren nosotros el amor,
que es la entrega de sí mismo al servicio generoso y desinteresado de los que
se ven afectados por el sufrimiento.
En el amor, que tiene
su fuente en el Corazón de Jesús, está la esperanza del futuro del mundo.
Cristo es el Redentor del mundo: «Nuestro castigo saludable vino sobre él, sus
cicatrices nos curaron» (Is 53, 5).
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